...cette question des anciens duels, le sport lui donne
un sens nouveau: car l’excellence de l’homme ne
se cherche ici que par rapport aux choses. Qui est le
meilleur des hommes pour vaincre la résistance des
choses, l’immbilité de la nature? Qui est le meilleur
pour travailler le monde, le donner aux hommes…
ROLAND BARTHES, Les sports et les hommes
Mientras el sustantivo «ocio» parece estar desprovisto de cualquier significado negativo, su derivado, el adjetivo «ocioso» entraña, como es sabido, un aspecto peyorativo. «Ocioso» parece indicar una aspectualidad de la práctica del ocio: su ejercicio tiene un carácter durativo en el caso del verbo ser. En este punto, la pregunta que podemos hacernos es: ¿qué motivo existe para que, en plena sociedad del ocio, se considere que «ser ocioso» es un valor negativo mientras disfrutamos de la estructura del ocio más «organizado» que jamás haya visto ninguna civilización anterior?
Una posible explicación es que, precisamente, desde el siglo XIX se entiende que garantizar un tiempo de ocio a los trabajadores garantiza igualmente su buen rendimiento (así se crearon las primeras congées payées o vacaciones pagadas en Francia a finales del siglo XIX); pero ese tiempo de ocio debe estar siempre muy delimitado. El exceso de tiempo dedicado a él haría del trabajador un ocioso.
Si echamos un vistazo al Diccionario de la Lengua Española, leeremos en la definición de «ocio»: “Diversión u ocupación reposada, especialmente en obras de ingenio, porque estas se toman regularmente por descanso de otras tareas”. Al equiparar diversión a «ocupación reposada», entendemos ésta última, primeramente, no como trabajo “remunerado”, sino como aquel tiempo dedicado a actividades gratuitas, infructuosas (leemos también en el DLE la definición de «reposar»: “descansar, dar intermisión a la fatiga o al trabajo”); y, segundo, que, al indicar que se trata del descanso de otras tareas, nos hallamos ante un tiempo opuesto a lo «serio» o a la “esfera de la vida prosaica de la necesidad y de lo serio” (Huizinga). Resulta, pues, que ese «tiempo limitado» nos hace conjeturar que toda «tarea» deba ser tratada como una parte de la «vida prosaica», por decirlo con Huizinga, que, a un mismo tiempo, estaría dividida en varias «tareas».
En cambio, el adjetivo «ocioso» se define en el DLE como el “que está sin trabajo o sin hacer algo”, o, incluso, como algo “inútil, sin fruto, provecho ni sustancia”. Lo útil entraría, sin duda, dentro del campo de la «vida prosaica» de las tareas, según la definiera Huizinga, es decir, de aquello necesario y serio; «necesario» entendido como todo aquello que es requerido para la existencia de todo ser humano. Pero observemos, antes de nada, que la definición no sólo hace referencia a la ausencia de trabajo sino, incluso, de toda actividad. Además, la referencia a lo improductivo es obvia: «inútil», «infructífero» y «sin provecho» son, si no sinónimos, al menos parte de un mismo campo semántico.
Es fácil percibir que dentro de la esfera del ocio se encuadran juegos o deportes de los cuales no se cuestiona jamás su «ociosidad», es decir, su improductividad. Lo interesante sería poder describir las características que hacen que un juego se introduzca en esa esfera amplia de los juegos más institucionalizados, como, por ejemplo, el fútbol, el baloncesto o el tenis. Qué características deben poseer los juegos aún no reglamentados de manera universal para ser convertidos en juegos organizados, reglados e institucionalizados, es decir, que pasen de ser juegos de carácter textual a juegos con carácter gramatical .
...el juego es para el hombre adulto una función que puede abandonar en cualquier momento. Es algo superfluo. Sólo en esta medida nos acucia la necesidad de él, que surge del placer que con él experimentamos. En cualquier momento puede suspenderse o cesar por completo el juego. No se realiza en virtud de una necesidad física y mucho menos de un deber moral. No es una tarea. Se juega en tiempo de ocio (Huizinga).
Así pues, tendríamos una clara oposición: tarea vs. ocio. Si bien “la oposición «en broma» y «en serio» oscila constantemente”, Huizinga propone una idea de juego “desinteresado”, al cual se opondrá Roger Caillois. En cualquier caso, para nuestra definición de “tarea” es importante destacar que nos hallamos ante un significado vinculado con las esferas de la “necesidad”, del “interés” y de la “seriedad” –al menos momentáneamente, hasta que hallemos una definición más conveniente–; mientras que “diversión” se vincula con la esfera de lo “innecesario”, de lo “inútil”, de la “broma” y, en definitiva, de “lo no serio”:
El juego se nos presenta como un intermezzo de la vida cotidiana, como ocupación en tiempo de recreo y para recreo. Pero, ya en esta su propiedad de diversión regularmente recurrente, se convierte en acompañamiento, complemento, parte de la vida misma en general. Adorna la vida, la completa y es, en este sentido, imprescindible para la persona, como función biológica, y para la comunidad, por el sentido que encierra, por su significación, por su valor expresivo y por las conexiones espirituales y sociales que crea; en una palabra, como función cultural (Huizinga, el subrayado es nuestro).
Como “función cultural”, Huizinga plantea una idea de gran amplitud, como sostiene K.J. Weintraub. Sin pretender profundizar excesivamente, sino con la intención de aclarar cómo definimos el término “cultura” en nuestro trabajo, hemos de entender, antes de nada, que Huizinga se tropezó con un gran problema en el conjunto de su obra para hallar un concepto que definiese su particular idea de cultura:
Huizinga buscó un término que pudiese representar la totalidad de los fenómenos culturales. Por esta razón evitó principalmente aquéllos de significación excesivamente limitada. El término neerlandés beschaving era demasiado cercano al significado original de “elegante”, humaniora y erudición; presentando, en muchos aspectos, las mismas dificultades que el uso del término alemán Bildung. La palabra francesa culture y la inglesa culture eran igualmente estrechas en su significado. En alemán Kultur se acercaba más a las intenciones de Huizinga, pero lo perturbaban algunas de las connotaciones que éste había adquirido gracias a la distinción estaclecida por Burckhardt entre los términos Estado y Religión, al eslogan de Virchow, Kulturkampf, y, especialmente, a la separación que Spengler realizase entre Kultur y Zivilisation, una distinción, en opinión de Huizinga, exagerada. (…) él prefería la palabra “civilité ” (…). Finalmente se decidiría por el aún no “formalizado” término neerlandés de cultuur (Weintraub).
“Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”, así define “cultura” el DRAE . Tanto en la explicación de Weintraub como en la definición del DRAE encontramos curiosamente ciertas categorías semánticas similares . Sin embargo, en español utilizamos indistintamente “grado de civilización” y “grado de desarrollo” para el sentido de evolución histórica de un pueblo o sociedad, mientras que “grado o nivel de cultura” se vincula, fundamentalmente, al nivel de conocimiento o sabiduría. Todo esto nos permite apreciar igualmente que, si bien “civilización” se refiere a hechos muy diversos, “tanto al grado alcanzado por la técnica, como el tipo de modales reinantes, al desarrollo del conocimiento científico, a las ideas religiosas y a las costumbres” (Elias), “cultura se remite sustancialmente a hechos espirituales, artísticos y religiosos, y muestra una tendencia manifiesta a trazar una clara línea divisoria entre los hechos de este tipo y los de carácter político, económico y social” (Elias). Además, como señala el propio Elias, “«civilización» se refiere a un proceso o, cuando menos, al resultado de un proceso; se refiere a algo que está siempre en movimiento”, como comprobamos contrastando esta definición con la que nos ofrece el DLE: “Estadio cultural propio de las sociedades humanas más avanzadas por el nivel de su ciencia, artes, ideas y costumbres”. Asimismo, debemos señalar que Elias se refería exclusivamente a la diferencia en alemán de los conceptos de “Zivilisation” y de “Kultur”, siendo el concepto castellano de “civilización” de mucha mayor amplitud, como el francés e inglés de “civilisation”. En cualquier caso, el concepto de “civilización” parece manifestar una especie de “autoconciencia de Occidente” (Elias) y “una transformación del comportamiento y de la sensibilidad humanos en una dirección determinada ” (Elias).
Así pues, podemos comprender que Huizinga se refería a un concepto de cultura en que se incluye no sólo en el sentido de conocimiento y desarrollo industrial, sino también en el nivel de las formas espirituales y de acción social, aquello que se opone a lo “incivilizado” o lo “bárbaro”; es por ello que opuso esta función cultural, de carácter colectivo, mientras que a nivel individual hablaba de función biológica, ambas implicándose.
Esta oposición entre diversión y lo serio venimos proponiendo —y, por ende, juego y seriedad— , sin embargo, no parece tan neta como Huizinga pretendía:
Así, los juegos no son regulados y ficticios. Son más bien o regulados o ficticios. En este punto, si un juego regulado aparece en ciertas circunstancias como una actividad seria y fuera de alcance a quien ignore las reglas, es decir si se le aparece como parte de la vida corriente, este juego puede también proporcionar al profano desconcertado y curioso el esquema de un simulacro divertido (Caillois).
Esta disjunción que establece Caillois (“o regulados o ficticios”) nos coloca en una situación delicada a la hora de situar el juego, esa parte del ocio que ocupa la diversión. Si seguimos a Caillois, el problema estaría en una conciencia de que se está jugando, como acabamos de ver, se ha de saber que “eso que se hace” es un juego con reglas para que éste adquiera un carácter lúdico, que, según este autor, es un factor fundamental para su desarrollo: en caso contrario se podría incluso caer en el error de considerarlo un juego de imitación (mimicry). Ya en la primera página de la introducción a su obra Les hommes et les jeux, Caillois define claramente su concepción del juego, ligado siempre a la diversión y al descanso: “el juego conlleva siempre una atmósfera de abandono o de diversión. Relaja o divierte. Evoca una actividad sin obligaciones, pero también sin consecuencia para la vida real” (Caillois, subrayado nuestro).
Contrariamente, Pierre Bourdieu (1984) propuso una forma de ver el deporte a partir de una clase dominante, a la que pertenecían sin duda los fundadores del Movimiento Olímpico:
Es la inclinación hacia la actividad sin finalidad, dimensión fundamental del ethos de las “élites” burguesas, que tienden siempre al desinterés y se definen por la distancia electiva –afirmada en el arte y el deporte- hacia los intereses materiales. El fair play es la manera de jugar el juego de aquellos que no se dejan absorber en el mismo hasta el punto de olvidar que se trata de un juego, de aquellos que saben mantener la «distancia hacia su rol», como dice Goffman, implicada en todos los roles prometidos a los futuros dirigentes (…). Dimensión de una filosofía aristocrática, la teoría del amateurismo forma parte de una especie de práctica desinteresada, (…) capaz de «formar el carácter» e inculcar la voluntad de vencer (will to win) que es la marca de los verdaderos jefes, pero una voluntad de vencer según las reglas –es el fair play, disposición caballeresca totalmente opuesta a la victoria a cualquier precio (Bourdieu).
Vemos pues que el carácter de no-serio Bourdieu lo observa, no ya en una conciencia de la existencia del juego o de que se está jugando (que sería una explicación psicológica), sino en la observancia de un “ideal moral” que virtualiza una voluntad de esa clase dominante, un “querer que el juego sea”. Además, Bourdieu opone fair play a la victoria a cualquier precio, observando que en el juego –y en el deporte, como desarrollaremos en el siguiente apartado- intentar ganar es en ocasiones incompatible con “jugar limpio”: el jugador obedece a las reglas, pero no las respeta (Morris). La victoria según las reglas se opone a la victoria a toda costa (“à tout prix”).
Nosotros sostenemos que existe también una explicación probable en el cambio de ciertos valores en diversos sistemas semióticos, al tiempo que ambas palabras (juego y serio) mantuvieron parcialmente su estrato semántico original. La oposición entre juego y diversión, por un lado, y lo serio, por otro, se remonta a transformaciones semánticas durante el medioevo. En el Occidente medieval se utilizaba dos términos para referirse al juego: iocus, cuyo origen latino era “broma” (y de donde deriva la palabra inglesa joke) ; y ludus, cuyo significado en latín sería “juegos públicos”. Manetti (1988) propuso un cuadro donde intenta marcar una serie de oposiciones semánticas entre el ludus romano y el άγών griego. Mediante los valores semánticos destacados por Manetti, podríamos definir ludus como un espéctaculo ejecutado (o jugado) por esclavos, dirigidos principalmente al divertimento de los espectadores. Manetti cita a E.N. Gardiner (1978): “Las celebraciones griegas no son nunca descritas como juegos (games), sino como competiciones (contests), άγώνες . (Manetti). Partimos ya de una gran diferencia, puesto que si, como sostienen Huizinga (2004), D.C. Young (1984) o G. Manetti (1988), el άγών griego era la forma más pura de competición y se extendía a muchas de las formas de expresión cultural (música, teatro, gimnástica, etc.), los ludi eran exclusivamente espectáculos de entretenimiento, y, por tanto, alejados del concepto de deporte y juego de la sociedad industrial.
No resulta extraño, pues, que San Isidoro de Sevilla coloque el ludus fuera de “lo serio” en sus Etimologías, capítulo 18 (Ortalli), ya que se lo consideraba como un simple entretenimiento del pueblo. Desde que el Emperador Teodosio I prohibiera todas las ceremonias paganas, incluidos los ludi romanos, se comentan con desprecio, aunque ya antes la referencia a los juegos se hacía de manera crítica y sarcástica, convirtiéndose en un verdadero topos (Manetti). En cualquier caso, es notable que una palabra como ludus, que en griego estaría emparentada con παίζω (Huizinga, 2004 : 56-57), que abarcaba un campo semántico tan amplio desaparezca del uso común (cfr. Huizinga y Mehl) .
Partiendo de sus significados fundamentales, juegos públicos (competición) y escuela (ejercicio físico), Huizinga nos muestra la sinuosa red de significados en que ludus podía ser utilizado. Mehl (1990), inclusive, señala otros dos sentidos de ludus que Huizinga no señala. El primero es el de “burla” (alucui ludos facere o reddere, “burlarse de alguien”); y el de “ocio”, utilizado contra los escolásticos que reclamaban un descanso de sus tareas durante la Navidad y la Pascua: Omnis ludus displicuit / Lascivire non licuit (“Todo ocio displace y no tenemos derecho de solazarnos”) . Nuevamente comprobamos el uso reiterado en todos los autores hasta ahora mencionados del término “diversión” a la hora de analizar el “juego”, y, como estamos viendo, el “ocio”.
En el magnífico estudio sobre la Divina Commedia, Giuseppe Mazzotta (1993) analiza su posible vínculo con un paso en que Santo Tomás de Aquino (Summa Theologiae, IIa IIae, quaestio 168, articulus 2) se pregunta si el juego puede ser una virtud moral, a propósito de la afirmación de San Ambrosio, quien, en relación con el paso bíblico “pobre de vosotros que reís, porque lloraréis más tarde”, negaba que el juego tuviera tal atributo. Mazzotta esclarece que el hecho de que el juego hasta el Bajo Medievo se observase como moralmente execrable se manifiesta en el intento de atribuir una dimensión positiva tanto al juego como al ocio por parte de varios intelectuales de esta época. De hecho, Santo Tomás reúne juego y ocio, insistiendo en su aspecto provechoso y placentero (II II, quaestio 32, articulus 7): “el ocio y el juego y todo lo que a ellos se refiera, son placenteros, en cuanto liberan de la tristeza, propia del trabajo ”. Observamos en esta sentencia cada uno de los aspectos que en la primera parte de este artículo hemos venido tratando: por un lado, el juego y el ocio parecen estar ligados semánticamente; por otro, ambos entran dentro del campo de lo lúdico y, por extensión, en oposición con “lo serio” y, por último, hallamos que la tristeza proviene del trabajo (tristitiam, quae est ex labore) . Concluimos, pues, que si el juego y el ocio fueron menospreciados durante un gran período de la historia fue por considerarse inmorales. Es digno de nuestra atención el hecho de que Santo Tomás intentase invertir esta dimensión negativa del juego, ya que evidencia el inicio de un cambio semántico, al tiempo que ilustra un posible origen de la oposición, desde nuestra perspectiva errónea, entre diversión y seriedad .
¿Es lícita esa oposición?, nos preguntamos. Sostenemos que no, que incluso la diversión puede ser seria: de ahí el término “aguafiestas”, “persona que turba cualquier diversión o regocijo”, reza el DLE. En su entrada “serio”, el DLE explica, además de “severo en el semblante, en el modo de mirar o hablar”, lo siguiente: “real, verdadero y sincero, sin engaño o burla, doblez o disimulo”, y, también, “grave, importante, de consideración”. Nos hallamos ante un difícil empeño: el de delimitar el campo del concepto “serio” respecto a lo que otros autores han venido proponiendo. Queda claro, de cualquier modo, que el sentido de “jocoso” o de “broma”, que señala igualmente el DLE (“contrapuesto a jocoso o bufo”), se opone directamente al de “serio”. Pero no quiere decir que, por ejemplo, algo que se considere serio no pueda divertir. Que lo jocoso pueda considerarse divertido no implica que todo lo divertido sea jocoso. Apreciación banal, aunque puede aclararnos muchas cosas. Y ello debido a que en el uso común divertido implica el valor de lo jocoso, «en broma». En sí, “diversión” es un término que abarca un campo semántico muy dinámico, que tiende a variar en su uso.
Además, la definición del DLE nos permite vincular la expresión tan extendida de “vida real” (Dunning y Elias, 1992; Huizinga, 2004; Caillois, 1967; McLuhan, 1996), ya que se entiende por “serio” lo que es “real, verdadero”, delimitando el sentido de juego a un simulacro o artificio (González) .
Es evidente, después de esta explicación, que la oposición diversión vs seriedad depende del tipo de actitud ante cada uno de los términos, actitud vinculada al sistema semiótico de cada período. Algunos autores no dejan de observar que la cultura cristiana propia de la Edad Media había sufrido históricamente los ludi romanos al ser esclavos, y que esa circunstancia influyó en la actitud desdeñosa y degradante que les atribuyeron (cfr. Mazzotta, Ortalli, Rizzi). No entraremos en esta discusión, aunque sí nos interesa el hecho de que el trabajo fuese considerado como aquel tiempo del que se extraen miserias y de donde proviene la “tristeza” (tristitiam), equiparándose a “lo serio”, que tendría que ver con la cotidianidad, y que debía ser un tiempo dedicado a Dios (Ortalli); mientras que el ocio y el juego eran considerados como los padres de todos los vicios, un receptáculo de inmoralidad, como hemos visto. Este sentido se va modificando, como también estudiaremos, hasta que se conciba el juego como la mise-en-scène de la etiqueta, de la moralidad y de la conducta ejemplar: “La etiqueta del siglo XVII fija actitudes y comportamientos en el seno mismo de las técnicas físicas del juego” (Vigarello). De este cambio en la práctica social del juego se hará eco la institución eclesiástica, que prohibirá la participación de curas y predicadores en todo tipo juegos, ante la atracción que ejercían (Vigarello).
Finalmente, Santo Tomás concluiría que el ocio y el juego son un necesario remedio para el desgaste del espíritu, aunque también previniendo de sus posibles riesgos (Mazzotta). Para ello, Santo Tomás toma a Aristóteles, quien en la Ética, X, 6 define la εύτραπελία, literalmente en griego “broma amable”, como una disposición jocosa que debe ir acorde con la dignidad de las circunstancias y de los sujetos implicados. De esta forma, Santo Tomás (Summa Theologiae, IIa IIae, quaestio 168, articulus 2) recomienda evitar juegos vergonzosos y obscenos: como los niños, nos dice, a quienes no se debe dar total libertad en los juegos, tampoco debemos solazarnos en toda diversión humana sin la luz de la razón (Mazzotta). Antes incluso de que Santo Tomás se planteara la posibilidad de que en el ocio y en el juego pudiese existir virtud, Graciano (siglo XII) en su Decretum, texto fundamental para la ley canónica, osciló entre la autorización o la prohibición de los torneos medievales (torneamenta). En cualquier caso, ninguna prohibición explícita se produjo hasta 1139, con el segundo Concilio Laterano. Y un siglo después de Santo Tomás, en 1316, el papa Juan XXII revocaría, mediante bula, una medida introducida por su antecesor, Clemente V, que prohibía los torneos (torneamenta et hastiludia) en los reinos de Alemania, Francia e Inglaterra (Ortalli). Vemos, pues, que el juego se consideraba como algo indigno e inmoral, de ahí su prohibición; pero, a un mismo tiempo, esta actitud hacia los juegos comenzaba a cambiar lentamente.
Es cierto que durante el medioevo se realizaban torneos dentro de la aristocracia, pero estos cumplían la función de preparación al combate para los caballeros, y que se conocen como juegos de corte (Vigarello). Para que el juego adquiriese una aceptación por parte de la “cultura dominante” (Rizzi), éste tuvo que pasar por un período de aceptación en el tardomedievo. El papel desempeñado por la cultura eclesiástica fue fundamental, ya que junto al proceso de cristianización de estos condicionó una ulterior recodificación .
En efecto, la separación clásica de los juegos diferencia tres tipos:
a. Juegos de destreza;
b. Juegos de azar; y
c. Juegos combinados de destreza y azar (Vigarello, 2005a : 270)
“Los «juegos de destreza» son entonces claramente diferenciados de los «juegos de azar»: los primeros son tolerados, los segundos prohibidos (…). El arte y la competencia física, la «industria» empleados en el juego legitiman el dinero ganado; la suerte o la buena fortuna, por el contrario, lo descalifican ” (Vigarello). Esta oposición operatoria lícito vs ilícito dentro del ludus medieval es homologable, por tanto, a la oposición industria (según la terminología usada por Vigarello) vs alea (quizás incluso podríamos utilizar aquí la definición de los juegos de alea de Caillois (1967): “…todos los juegos fundados, opuestamente al agôn, sobre una decisión que no depende del jugador, sobre la cual no puede tomar parte, y donde no se trata, por consiguiente, de ganar a un adversario, sino al destino”). Consecuentemente, no se clasifican los juegos en el tardomedievo según sus características permanentes (que serían sus leyes o reglas intrínsecas) sino por su hacer, es decir, por la puesta en juego de dinero (la apuesta, por ejemplo), que en nada modifican el desarrollo intrínseco del mismo. Por ejemplo, el ajedrez o la paume, juegos legitimados, podían considerarse ilícitos si se practicaba una apuesta.
Rizzi (2001), habiendo estudiado las prédicas de monjes del tardomedievo, destaca que muchos de ellos admitían la práctica de ciertos juegos por su destreza: “donde quiera que se trate de la industria de los hombres y no de la fortuna, el jugar con templanza no es pecado” (cfr. en Rizzi ). Esta cita es repetida en varios textos de predicadores, como un “topos”, por el cual los juegos que manifiestan “industria” (vinculado en latín al trabajo o a la profesión) caen fuera del pecado, mientras que aquellos propios del azar son considerados pecaminosos . La propia Rizzi compartirá esta idea . Esta aceptación, aunque fuese limitada a algunos valores del juego, será de gran importancia, como veremos, en el uso pedagógico del juego, principalmente entre los jesuitas .
Rescatando la definición de los alea dada por Caillois (1967), me gustaría destacar la observación de un vínculo semántico y pragmático entre los juegos legitimados y las motivaciones o el carácter de cada cultura. McLuhan, por ejemplo, observaba cómo el origen de los procesos de mecanización industrial coinciden con el auge de un deporte mecánico –caracterizado por un ritmo ralentizado, marcado por acciones únicas en cada momento-, como el baseball, o que en la edad eléctrica cobran mayor importancia juegos de carácter eléctrico –es decir, donde muchas cosas pasan simultáneamente-, como el fútbol americano o como el baloncesto. Por otro lado, Caillois relaciona los juegos de azar a las sociedades que aún no han accedido a un tipo de vida colectivo fundado en instituciones , en que la competencia regulada y organizada tiene un papel esencial –en definitiva, un tipo de sociedad basada en la magia y en la superstición- (Caillois), sin dejar de observar de igual manera que en nuestras sociedades desarrolladas este tipo de juegos representan una cierta contrapartida de la competición reglada: “El agôn y la alea representan sin duda los principios contradictorios y complementarios del nuevo género de sociedad” (Caillois); concluyendo de esta forma, que el azar “no es solamente la estridente forma de la injusticia, del favor gratuito e inmerecido, sino menosprecio del trabajo, del esfuerzo paciente y empedernido, del ahorro, de las privaciones toleradas en vistas al futuro”, y que, por tanto, “el esfuerzo del legislador tiende naturalmente a restringir su campo y su influencia” (íb.). Es de constatar que las formas de las estructuras sociales de una cultura dada, así como los modos de producción, parecen mantener una simetría con las características de los juegos, vinculados estos a los valores que la dominan.
Caillois se percató de que una gran diferencia entre el agôn y el alea es que en uno el jugador actúa, mientras que en el otro el jugador espera en lo que él llama dimisión de la voluntad (“une démission de la volonté”), un cierto abandono al destino . En esa negación del trabajo parece residir, según Caillois, el afán del Legislador por regular este tipo de juegos –por ejemplo, instaurando importantes impuestos a los premios conseguidos en ellos.
Esta tendencia tardomedieval hacia la legitimación de cierta esfera lúdica estaba limitada por ciertos valores sociales principales, entre los que –presumimos- se hallaba el trabajo. El hecho de que se considerase el origen de la tristeza del hombre, no implica que éste no se considerase necesario.
En efecto, las formas del trabajo y del juego parecen implicarse mutuamente, como sostienen Caillois (1967), Ortalli (1995) y McLuhan (1996). Pero, además, parecen compartir un valor ideológico fundamental, según el cual lo conseguido gracias al esfuerzo personal adquiere respetabilidad, se considera merecido; mientras que quien logra algo por la suerte del destino, se considerará como un menosprecio a la ideología del mérito (Caillois, 1967a : 57).
Concluimos, pues, asumiendo la insostenibilidad de la oposición entre diversión y seriedad, buscando, entre motivos semánticos y culturales, las eventuales explicaciones al uso tan prolífico realizado por diversos teóricos. Nuestra postura encuentra en el origen etimológico de iocus, como broma o chanza, y en su ulterior transformación semántica hacia significados que abarcan la esfera de la competición, y no sólo a los juegos tenidos por mera entretenimiento. Como ya vimos, άγών y παιδιά evidenciaban una clara diferencia semántica entre dos tipos de juegos, mientras que la confluencia de ambos significados en un único término se podría estudiar a partir de los diversos cambios de sistemas semióticos (Manetti), sobre todo desde el tardomedioevo y ya durante el Renacimiento –siglos XIII y XIV, principalmente-, donde se legitimó ciertas prácticas de la esfera lúdica cuyos valores eran considerados aptos por la cultura dominante (cfr. Ortalli y Rizzi).
Además, la paulatina transformación de los juegos populares, de carácter textual, en deporte, en la forma cultural que hoy se le conoce, podría estribar la notable diferencia entre el ocio gramaticalizado y el ocio textualizado, ya que si bien en éste último se puede incluir al hombre ocioso, en la imaginería del ocio gramaticalizado, o deporte, la existencia de tal figura se nos antoja imposible: un jugador inútil será siempre mal considerado dentro de la esfera del deporte (independientemente del punto de vista), mientras que un jugador sea bueno o malo dentro del ocio no es óbice para poder ser considerado un ocioso. Y si añadimos a todo lo dicho, que nuestra cultura tiende principalmente a la gramaticalidad —conjunto de normas y reglas— (Lotman), podemos concluir, para terminar, que es normal que sea nuestra cultura la generadora de estructuras gramaticalizadas del ocio. En períodos de tendencia gramatical, la restricción de gestos y conductas de manera explícita, como hemos podido observar, se radicaliza, ya que, como bien señala Lotman, en las culturas textuales “es correcto lo que existe”, mientras que en las gramaticales “existe lo que es correcto”. Un conjunto de normas cualesquiera están enfocadas a domeñar la realidad, a hacerla encajar en un código, y esa transformación es la que han sufrido los juegos populares al adscribirse a la semiosfera del ocio organizado o deporte.
viernes, 24 de octubre de 2008
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